[El Maquinista de La General]

El maquinista de La General

Fumaba Otoño en la oscuridad de la sala de estar, pipa en mano y la mirada clavada en la pared delante de él, aquella que lo separaba de su habitación. Sobre su izquierda había otra pared y en ella, pero más adelante, una ventana. Más allá a su derecha, comenzaba el comedor que junto con la cocina formaban una gran masa de espacio vital que por convención ha concluido en llamarse de una y otra manera pero que en realidad bien podrían ser Hueco y Panacea; o Marco y Terraplén; o cualquier otro vocablo significante provisto de significado y viceversa.

La oscuridad penetraba en todos los rincones, conquistadora de cada centímetro como si un sólo hálito de luz, por más simple e insignificante, hubiese desbaratado todos sus planes tenebrosos. Otoño se adentraba cada vez más en esa escena de enigmas y espejismos que produce la noche, totalmente ajeno a los movimientos de la Casa, o mejor dicho a las quietudes porque si había algo que reinaba en la calle Ciruelas además de la oscuridad, era el silencio.

Pronto sucumbió a las generosidades de la salamandra que, luego de un manejo adecuado de la leña, comenzó a proporcionar la tibieza necesaria como para distraerse en los asuntos que de otra manera le hubiesen sido imposibles de meditar. Así estaba, en plena alucinación siniestra, cuando a través del humo que emanaba la pipa penetró un sonido estridente y singular que dejó a Otoño perplejo, sacándolo de sus elucubraciones y ubicándolo en estado de alerta sigilosa. Con cautela giró sobre su mismo eje hacia la izquierda llevando consigo todo incluido el sillón y, prudentemente, se asomó por la ventana de manera que sólo sus ojos sobrepasaran el marco pensando en qué clase de peligro se encontraría en la intemperie, justo en el momento en que el extraño sonido tronaba una vez más sin que pudiese reconocerlo como algo compatible con la realidad. Hasta que por fin lo vio y sus dudas quedaron eliminadas dando paso a otras de mayor complejidad.

Aún más grande fue su incertidumbre y su temor cuando vislumbró la fuente de aquel estruendo misterioso y logró, a fuerza de quebrar el sentido común, relacionar ambas partes del mensaje. La locomotora que rodaba sobre los rieles instalados sobre lo que alguna vez había sido la calle Libertad –aquella que supo cortar a Ciruelas en sendas ocasiones- bramaba su hambre de carbón así como la salamandra comenzaba a reclamar más combustible. Otoño, ya curtido en lo que a situaciones insólitas respecta, no se asombró tanto por la máquina que desplegaba toda su enormidad con soberbia, sino más bien por el personaje que la dirigía y alimentaba con una destreza y precisión inusitadas. El sujeto de pantalones holgados y sombrero plano, de tez pálida y aspecto gris hizo frenar la máquina repentinamente en una parafernalia de humo y chirridos insoportable; luego abandonó su puesto y corrió torpemente hacia la ventana topándose con Otoño nariz contra nariz. Ninguno de los dos atinó a pronunciar palabra alguna.

Mientras Otoño buscaba la manera de salir de aquella situación incómoda, el maquinista de La General –como rezaba el cartel soldado a uno de los costados de la locomotora- continuaba observando a ese ser extravagante que exhibía colores a todo trapo y que había llamado poderosamente su atención. Durante varios minutos prosiguieron de esa manera, frente a frente; Otoño disimulando su fastidio y El Maquinista Sin Amigos intentando desentrañar los misterios de aquella escena en technicolor, hasta que el hombre que observaba desde adentro cortó la tensión con la primera frase que se le ocurrió.

-Yo no quiero entrometerme en sus asuntos, caballero, pero me pareció ver una vaca trotando en la vereda y debo sugerir que se escapó de uno de los vagones que lleva usted a la rastra.

El sujeto gris permaneció impasible y no pronunció sonido alguno, como si fuese presa del silencio más absoluto. En cambio, tras meditarlo –al parecer seriamente-, giró sobre sus talones y corrió al encuentro de la vaca. Intercambiaron miradas. Ella volvió a introducirse en el vagón donde había iniciado su periplo. Él regresó a la ventana y sus ojos se posaron en los de Otoño; éste notó un ligero cambio en ellos, dedujo que aquel hombre buscaba decirle algo. Tal vez necesitaba cobijo por esa noche o leña para darle empuje a su máquina.

Durante varios minutos intentó descifrar lo que aquella mirada significaba hasta que el Sin Amigos llevo sus dos manos hacia su pecho precisamente del lado izquierdo, arrugó su camisa y elevando sus ojos al cielo ensayó un suspiro enternecedor. Fue ahí cuando Otoño comprendió todo y sin perder tiempo corrió hacia su habitación, revolvió en su ropero hasta que dio con lo que buscaba y regresó a la ventana de la sala de estar donde su nuevo amigo aguardaba impertérrito. Y digo “su nuevo amigo” porque al entregarle Otoño un uniforme gris oscuro gastado por los años y la naftalina y una carabina del Siglo XIX que había pertenecido a su familia por generaciones, sellaron un lazo que difícilmente pudiera ser quebrantado.

Conmovido por dichos regalos –o por lo menos eso deduzco debido a la situación, ya que en su rostro permanecía el mismo gesto que había ofrecido desde que irrumpió en la tranquilidad de la Casa de Ciruelas-, el maquinista estrechó la mano de Otoño en señal de agradecimiento y le dejó a cambio una foto en blanco y negro de una mujer. A partir de ese día Anabelle supo vigilar uno de los estantes de la biblioteca, sembrando la curiosidad en Emilio y en Cecilia quienes no perdieron oportunidad de indagar acerca del origen de aquella fotografía. Dato que no supieron nunca, ya que Otoño guardó celosamente en secreto el episodio en que el Maquinista de La General se presentó ante él como salido de un film y le pidiera tácitamente su ayuda para recuperar a uno de los dos amores de su vida.

Luego de aquel intercambio, el hombre de sombrero plano subió a su monstruo de hierro y lo último que se escuchó fue el silbido ronco y ahogado de aquella locomotora derruida por los años y los kilómetros de ruta. La noche volvió a aquietarse y Otoño regresó a su asiento cerca del calor de la salamandra. Cargó nuevamente su pipa y fumó lento, apaciguado por el crepitar de la madera que ardía tanto en su estufa como en la caldera de La General, allá a lo lejos. Cada chispa repentina era un guiño, una llamada a la remembranza; y así fue como Otoño atravesó lo que quedaba del crepúsculo hasta que una vez entrado el día lo encontró Benítez, el gato, quien no sabía nada de locomotoras ni uniformes ni carabinas, ni siquiera de vacas compañeras, y lo único que expresó esa mañana fue un maullido de indignación en reclamo de su asiento.



[Migue]
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